Hace semanas tuve el privilegio de participar como coach en una formación para personas desempleadas (que no paradas, doy fe de ello). Como siempre que trabajo con un grupo disfruto de la diversidad de ideas, emociones y situaciones que se generan.

Cada uno llegaba desde un sitio, estado, edad e histórico diferentes. Algunos incluso estaban allí porque les habían “invitado” a asistir. Cada persona traía su propia mochila de ideas y emociones. Algunas vaciaron parte de esa mochila y otras la llenaron hasta rebosar. Lo increíble fue verles crecer silenciosamente. No porque no hablaran, que doy fe que con la confianza se fueron soltando de lo lindo. Sino porque las señales de su crecimiento personal estaban disfrazadas de miradas cambiadas, sonrisas mejoradas, músculos más relajados, tonos de voz más altos, palabras más positivas, y sobre todo brillo en los ojos.

Y de todos los brillos me quedo con el de un chico. Alguien que estaba allí de “rebote”, y que se fue con la mochila a tope.

Quiero confesar un secreto. Esa vez, como siempre que trabajo con personas, me llevé un regalo tan grande casi como el que él se llevó. Me llevé una lección de humildad y muchas ganas por seguir mejorando. Y todo gracias a no hacer nada…bueno casi nada.

Cuando más puro es el coaching es cuando más sencillo lo hacemos, cuando el coach sólo acompaña y sostiene pero el camino lo hace el cliente. En ocasiones caemos en la tentación de dar algún paso por él y ahí perdemos la grandeza de esta disciplina. Pero cuando estamos bien presentes, y nos entregamos a esa persona, cuando le dejamos ser dueña de su toma de conciencia, entonces surge la magia.

Aquel chico cambió de cara simplemente al oír una frase, al oír lo que más resonaba en él, la clave para encontrar su camino. Les invité a poner el foco en aquella idea, aquella creencia que más les limitaba para alcanzar sus sueños. Creamos el espacio para que la vivieran, para que notaran cómo les hacía sentir, y como siendo así se comportaban y por tanto qué resultado obtenían. E invitándoles a ver el resultado que les gustaría, hacer el camino a la inversa para terminar diciéndose la frase en la que necesitaban creer.

Bastó insinuarles el principio de algunas de esas frases limitantes por si les resonaba alguna. Bastó que aquel chico oyera esa que muchas veces nos hacemos sin darnos cuenta: “no me lo merezco” para que todo su ser se tambaleara. ¿Cómo es posible que una sola frase nos haga tan pequeños? Pero lo mejor: ¿cómo es posible que diciéndonos la contraria, “me lo merezco”, podamos dar nuestro primer paso hacia nuestras metas más soñadas?

Piensa qué te está limitando a ti. No te “cortes”, se sincer@ contigo. Quizás tu frase empiece también con ese “no me lo merezco”, o quizás sea más parecida a “no es posible”, “no soy capaz”, …

Te invito a que le des la vuelta, a que te atrevas a creerte la contraria, la que deja de limitarte para impulsarte. Sólo repítetela varias veces y deja que tu mente haga el resto.

Este post es un “gracias” a ese chico por mostrarme como estando presente y confiando en la capacidad del ser humano puedo ser útil a los demás. Si me lees recuerda que “te lo mereces”.